Río caudaloso que ha sabido saciar con sus aguas la sed de nuestras huertas, el Ebro es también un río temido por sus importantes avenidas e inundaciones.
En el río Ebro alterna la aparente mansedumbre de finales de verano, durante el periodo de estiaje, con la furia torrencial de los elevados caudales que transporta en las crecidas. Estas suelen ocurrir en invierno, ligadas fundamentalmente a las lluvias que se generan en la zona cantábrica y, en menor medida, a la fusión de las nieves de los afluentes pirenaicos.
Así el caudal medio anual en Zaragoza en las series históricas de que se dispone es de 200 m3/s (desde 50 a 450 m3/s), pero con extremos espectaculares, ya que el caudal mínimo registrado en la media diaria del Ebro en este siglo fue solamente de 2,1 m3/s (cuatro millones ciento treinta y cinco mil litros de agua por segundo) en la gran riada de enero de 1961.
El Ebro en su tramo medio, donde se encuentra Zaragoza, atraviesa tierras de escasísima pendiente, lo que explica que el cauce del río sea divagante y serpenteante, formando una serie de pronunciados meandros. Las zonas de meandros son demostrativas de la dinámica del río: En la orilla cóncava, al circular el agua a mayor velocidad, se produce erosión, mientras que en la orilla convexa predomina la sedimentación, con la acumulación de sedimentos y la formación de playas de cantos rodados. Eso hace que las curvas del río sean cada vez más acusadas. En ocasiones esos meandros han evolucionado hasta quedar estrangulados por la dinámica fluvial y aislados del cauce principal, formando los galachos, meandros abandonados por el río que tienen aspectos de lagos con forma de media luna. De ellos los más representativos son el galacho de Juslibol y los englobados en la Reserva Natural de los Galachos de Alfranca, la Cartuja y el Burgo de Ebro.

  
 
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