La fundación de la cartuja de la Inmaculada Concepción, la más joven de las cartujas españolas, se debe a don Alonso de Funes y Villalpando, noble caballero zaragozano, Regidor del Hospital de San Felipe y Santiago y Diputado del Reino, quien en su testamento manifestó su voluntad de fundar un monasterio cartujano en tierras aragonesas. Fue, sin embargo, su mujer, doña Jerónima Zaporta, nieta del famoso banquero Gabriel Zaporta y mujer de fuerte carácter, quien, a la muerte de su esposo, se convirtió en la verdadera impulsora de la nueva cartuja y quien firmó la capitulación y concordia de su fundación el 20 de agosto de 1634. El monasterio de la Inmaculada Concepción se instaló inicialmente (1639) en un lugar cercano a la villa de Alcañiz llamado la Torre de los Martucos o Torre de la Fuente de los Martucos. Sin embargo, la presencia de tropas francesas en la llamada guerra Secesión Catalana, obligaron a los cartujos a abandonar el lugar, trasladándose en 1643 a la llamada Torre de las Vacas o Torre de Martín Cabrero, sita en las proximidades de Zaragoza, cerca de la ribera del Ebro, que sería su definitivo emplazamiento (actual barrio de la Cartuja Baja). La vida de la cartuja de la Inmaculada Concepción fue tranquila y próspera. Durante los siglos XVII y XVIII, los monjes vivieron su vocación contemplativa sin sobresaltos y atendieron diligentes a la construcción de su nuevo monasterio cuyo claustro de 36 celdas sería el más amplio de toda España.

La Cartuja de la Concepción contó con abundantes recursos económicos y así pudo permitirse, a partir de 1786, crear y mantener una escuela de niños y niñas en el Burgo de Ebro. Conflictivo, por el contrario, fue el siglo XIX. Primero la Guerra de la Independencia y después la Desamortización del Trieno Liberal (1820-23), provocaron que los monjes tuvieran que deshabitar su establecimiento. El definitivo abandono del monasterio se produjo en 1835-36, como consecuencia de los decretos desamortizadores del ministro Mendizábal. Enajenado el conjunto, fue adquirido por varios propietarios que alquilaron a su vez las tierras y dependencias a colonos agrícolas que ocuparon las habitaciones de los monjes y, en algunos casos las sustituyeron por otras nuevas. De ese primer núcleo de habitación surgió el actual barrio de la Cartuja Baja, en el que todavía se conservan algunas dependencias del antiguo monasterio de indudable valor histórico y artístico (portería, hospedería, procura, iglesia, torre y sacristía, exterior del refectorio, partes de algunas celdas, parte de los lienzos del patio del gran claustro, parte del muro que rodea el recinto con sus torreoncitos ultra semicirculares, etc.), así como el trazado general de la cartuja, cuyas vetustas galerías y pasillos coinciden con las actuales calles; todavía hoy, con un poco de imaginación, podríamos evocar la imagen de aquellos monjes blancos y silenciosos pasando en procesión por los sobrios claustros desde sus solitarias celdas a la iglesia.
Esperemos que lo que hoy queda del monasterio no se pierda para siempre como se perdió su rico patrimonio artístico mueble (pinturas, esculturas, objetos litúrgicos, etc.), del que destacaría la serie de cuadros dedicados a la vida de San Bruno, realizados para la cartuja en la segunda mitad del siglo XVIII, por Francisco Bayeu. Merece la pena, sin duda, visitar el barrio de la Cartuja Baja, no sólo por el encanto y sosiego que emanan sus calles, sino también y sobre todo para contemplar este curiosísimo y singular caso de cartuja "absorbida" por el urbanismo de la ciudad (del que, por cierto, sólo se encuentra otro ejemplo similar en Europa), y recordar el antiguo esplendor del monumento.